Elipsis austriaca

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K. se dejó su juventud en las calles de Praga. Aún vive allí. Ya no es tan joven aunque no podemos decir que sea viejo. Trata de ganarse la vida escribiendo pero desde hace un año le cuesta que le compren un artículo. Tiende, por ello, a echar de menos una época en la que -piensa él- era más feliz.
Recientemente ha intentado centrarse en su oficio, liberarse de las cadenas del pasado y focalizar su talento en su pasión. De hecho, hasta hace bien poco, pensó que si se esforzaba, su sacrificio encontraría una recompensa. Una idea cuya valía le resulta dudosa desde que le ocurriera algo el último sábado.
Porque K. es un gran amante del whisky, otra de esas aficiones de antaño que estaba destinada a ser dejada a un lado para reemprender la susodicha vocación. ‘Pero un par de vasos no deben de hacer daño’ –se dijo- y terminó vagabundeando por las calles que pateó hace más de una década.
No habían cambiado en su aspecto. Quizás le parecían ahora más oscuras. Sí, eran más oscuras que nunca. Esta lobreguez rimaba con su incipiente madurez, y sus tumbos hacían lo propio con los cabezazos de una muchacha abandonada, igualmente, a los efectos del alcohol.
K. la miró y reparó en su corta falda. La imagen de la cría (apenas una veinteañera) atestiguaba el caos de toda una civilización. Y allí se acercó con paso firme, olvidado de sus deberes (especialmente de los morales), con la firme intención de camelársela.
Ella no opuso demasiada resistencia: en menos de un minuto se estaban besando; en menos de tres, la chica reposaba sobre él en una opaca esquina.
Los balbuceos de la desconocida sólo servían para poner más en evidencia lo grotesco de la situación. Una caricaturesca escena culminada por una llamada de una madre, a las ocho de la mañana, preocupada por el paradero y la situación de su hija.
La tipa, muy ocurrente, cogió el teléfono. Los torpes vocablos ahora eran dirigidos a la persona que la trajo a este puto mundo. Tampoco parecía importarle demasiado: se recostaba de tal forma que exponía, en todo su esplendor, sus negras bragas ante K., quien se mostraba igual de afectado mientras la masturbaba según farfullaba por el móvil.
La imagen era muy propia del cine del maltratado vienés Ulrich Seidl…
Ya en su hogar, K. se sentó agotado y borracho en la cama. Empezó a pensar que no había sentido nada, absolutamente nada al perpetrar con esa chica. Ni siquiera se había perturbado ante la llamada de la madre.
¿Cómo traer hijos a un lugar que habitan tipos como yo?’, reflexionó.
La perversión tiene fuerza pero su recorrido es corto. K. no era capaz de quitarse de la cabeza a aquella mujer, ni de imaginar la charla imposible del día siguiente con la criatura cuyo nacimiento llenó de alegrías una casa que ahora ardía teniéndola a ella como agente inflamable. También cavilaba acerca de la decepción del primer beso cuando ya no sentía nada al darlos. ‘Los temblores de la primera vez’.
El origen del mundo - Coubert
Entonces un escalofrío lo atoró. Con el cuerpo helado, su mirada encontró lentamente su dedo acusador y se lo llevó a la nariz: no había podido, había fracasado en su intento de dejar atrás, aunque fuera momentáneamente, el pasado. ¿Qué hacer?
Ahora que era consciente de su fallo, del tiempo lejano y perdido, de las veces que dijo ‘no’ y se equivocó, y de las fuerzas que puso en tantos planes arruinados, meditaba su papel en un mundo en el que no encontraba hueco.
Sobrevolaban las enseñanzas en la escuela judía: ‘El pecado marca y transforma’. Igualmente lo que aprendió de una antigua amante cristiana: ‘El sacrificio dará una recompensa antes o después’. Intentaba, pues, consolarse en la creencia de que su tristeza debía dirigirlo a la felicidad, que alguna vez se acabaría el sufrimiento, que escribir sobre la posibilidad de abrazar lo perdido era su meta, para lo que estaba aquí…
No…
La vida no había sido hecha para él. Él no pintaba nada. La existencia no tiene ningún sentido, ninguna razón, ningún porqué.
No le apetecía pensar más. Se levantó y fue al servicio a lavarse las manos. Remiró su dedo con languidez. Estaba borrando una huella, otra más. ¿Era esto posible? Tan posible como borrarse a sí mismo.
Erguido como una estaca ante el lavabo, cuyo fino chorro de agua quebraba el silencio total del piso, recordó la cara de la joven, ya no tan joven, que una vez amó. De lo bien que lo pasó teniéndola cerca. De lo acertadas que parecían todas sus decisiones. De lo feliz que lucía de picos pardos, siempre con el chico que le apetecía. De la envidia que le provocaba el hecho de que siempre saliera ganando.
Hoy está en un manicomio.
Por más que le dé vueltas, K. no será jamás el hombre que lleva quince años queriendo ser.
Lo mejor será usar la borrachera que llevo para dormir pronto. Dormir y olvidar es lo mejor que puedo hacer’ –se dijo-.
 

2 Respuestas a “Elipsis austriaca

  1. Durante el desayuno, aprovechando que estaba solo en casa, he leído el texto en voz alta. El hecho de que al terminar pronunciara un sonoro «joder» creo que deja entrever cuánto me ha gustado. Lo comparto inmediatamente.

  2. Muchas gracias, Benito. Espero que siga al Hombre Blandengue en su periplo por el mundo que le ha tocado vivir. No se arrepentirá.
    Quizás, en una siguiente ocasión, este Hombre Blandengue consiga salir del infierno.
    Un abrazo.

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