Dopo la rivoluzione

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Hacia el tercio de la película que nos ocupa, el humilde protagonista mantiene una discusión en el seno de una familia de clase alta sobre la naturaleza del poder. Para Martin Eden (Luca Marinelli), el poder es una estructura que nunca cambia, con independencia de la persona o la ideología que esté al frente. La conversación es sucedida por una hermosa escena a la salida de un cine que parece desafiar, a través de los gestos del chico y su novia, el discurso feminista actual, justo antes de verbalizar una crítica a cualquier tipo de creación que esquive hacer cuentas con la VERDAD.

Porque, para el protagonista, el discurso oficial, ya sea capitalista o socialista, está alejado de las personas. Su amor, pues, no entiende de ideologías; sólo se debe a la VERDAD, a sus amigos, a Ruth (Jessica Cressy) y a una literatura donde hallará lo que su amada no puede ni siquiera intuir: una herramienta imprescindible para alcanzar la LIBERTAD.

Sí, Martin Eden es un hombre libre desde sus orígenes, tan significativamente humildes. Su corazón sencillo es, quizás, lo que enamora a una mujer atrapada en una jaula de oro. Pero ella tiene miedo al cambio y, asustada, conmina a su novio a aceptar el relato oficial tras comprobar la capacidad que un hombre libre tiene para desestabilizar todo su universo.

Esta fuerza subversiva prende de forma notable hacia la mitad del metraje, cuando el protagonista, empujado por un literato mayor, viejo, acaso cansado de las viejas promesas de izquierdas, opina en una reunión socialista sobre lo inútil que resulta tratar de cambiar un peón por otro dentro de una construcción de poder. El instante es crucial, pues coloca al personaje, por primera vez, en el foco de una sociedad que, más tarde, tratará de moldearlo.

Martin Eden es, efectivamente, una película sobre la LIBERTAD y el precio a pagar por la misma en un mundo donde el poder es siempre uno. También es una reflexión acerca de las estructuras sociales y su capacidad para neutralizar los discursos más perturbadores. Una fuerza que acaba por arrastrar al protagonista de la invisibilidad a la deshonesta visibilidad que otorga la imagen popular. Un viaje que culminará con un retorno a lo invisible mediante el exilio «voluntario».

El personaje, pues, es algo así como un fantasma que pulula entre medias de unos intereses particulares. Su naturaleza entronca con la de otros sujetos tan apasionantes como la Shu Qi de The Assassin (Hou Hsiao-Hsien, 2015), capaz de rasgar el velo de la hipocresía del poder y alumbrar cómo la supuesta oposición conspira en la misma dirección, o la Barbara Loden de Wanda (Barbara Loden, 1970), cuya presencia desactivaba, como quien desactiva una bomba, los códigos sociales a los que el resto de personajes se aferraban.

También anda cercano a los monjes de Francisco, juglar de Dios (Roberto Rossellini, 1950) o a la misma figura de Cristo. Personajes todos alejados de la tentación del poder. En las antípodas de la retórica de moda, sus gestos expresan con elocuencia el máximo desinterés por un empoderamiento que no es sino la herramienta perfecta para montar unas ficciones que suplanten LA VERDAD.

Por eso, Pietro Marcello recurre a imágenes documentales y de archivo, así como a la textura del 16mm. Ahora bien, la heterodoxa construcción nos lleva igualmente a preguntarnos por su originalidad, por la categoría del director como creador de formas y por la autoconsciencia de su discurso. Y siente este crítico decir que las citadas imágenes de archivo, que son mucho más modernas que las de un realizador que parece pagar una deuda excesiva con autores de la talla de Manoel de Oliveira, Luchino Visconti o Roberto Rossellini, pierden entidad al ser usadas para hacer un tibio y viejo discurso socialista que sucumbre frente a la potente postura libertaria del personaje principal.

En conjunto, da la sensación de que el cine italiano no es capaz de matar ni al tatarabuelo. Así, el lenguaje de “cine de en medio” que ocupa el grueso de Martin Eden, desde la fotografía a los encuadres, pasando por las interpretaciones o el arco de los personajes, resulta manido hasta la náusea. Incluido ese viaje que experimenta el héroe, de la saludable libertad a la putrefacta cárcel social, tan bien labrado como falto de unas estéticas capaces de dar cuerpo a la ética del personaje, mucho más verbalizada que construida desde las imágenes. Lógico: Pietro Marcello le tiene mucha más fe al archivo que a su propio cine.

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